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La pregunta que ronda en la cabeza de quienes analizan el proceso político regional y el ecuatoriano en particular es: ¿Cómo se hace una revolución en democracia?
Y la respuesta adquiere la mayor complejidad a la hora de pasar revista estos dos últimos años del gobierno de Rafael Correa. Claro: los paradigmas, modelos, esquemas y hasta fórmulas para “hacer una revolución” están cuestionados, como debe ser, por la realidad y sus demandas, tensiones, contradicciones y contingencias.
A ello habría que añadir la frase famosa de Winston Churchill y que muchos reivindican para defender la democracia liberal como el único modelo posible para el planeta: “La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás”. Frase que ha servido a Slavoj Zizek, filósofo y ex candidato a la presidencia de Eslovenia, para cuestionar a quienes creen que esa democracia es de por sí la meta, el paradigma para solucionar todos los males del universo sin descontar la posibilidad de que en ella misma también está la razón de la pobreza, la inequidad y hasta los desajustes económicos mundiales.
Por lo mismo, la evaluación no pasa por la lupa de la derecha, que no acepta su debacle; por la izquierda tradicional, exasperada porque las políticas no coinciden con sus manuales; y menos por quienes, en la búsqueda de un poder, se colocan del lado de cualquier grupo que les garantice una cuota en cualquier poder.
A la luz de la realidad, compleja y absurda a veces, estos dos años están marcados por un concepto subvalorado intencionalmente: la estabilidad. Y esa estabilidad no solo la definen los indicadores económicos, pasa también por el nivel de realizaciones sociales, culturales y económicas de una nación, y no de un grupo, empresa, partido político o persona en particular.
¿Nos olvidamos de que en Ecuador están enterradas las “cartas de intención”, los “salvatajes” y los “paquetazos” como sinónimo de gestión y administración soberana?